Sila nació hace siete años en Estambul. Nunca ha conocido un sitio diferente a su ciudad. Ni siquiera conoce bien del todo el lugar que la vio nacer. Con sus más de 18 millones de habitantes, Estambul no es un lugar fácil de explorar. La pequeña Sila trabaja desde que tiene uso de razón en la calle Divan Yolu. Desde allí puede ver los seis minaretes de la Mezquita Azul y la gran cúpula de Santa Sofía. Sila nunca ha podido ir al colegio. Su única función es tocar una pequeña flauta en una de las calles más turísticas de Estambul y llevar lo poco que gane a casa.
Estambul es una ciudad dividida. El estrecho del Bósforo separa la parte asiática, moderna y con grandes industrias; donde vive la mayoría de la población; con la parte europea. Aquí se encuentran los grandes monumentos como Santa Sofía o la Mezquita Azul, entre otros. Eso lo sabe bien Sila, o más bien su padre, y por eso ella ocupa un lugar estratégico en la calle Divan Yolu que desemboca en la plaza más importante de todo Estambul: Sultanahmed. Una oleada de turistas pasan diariamente por allí para contemplar lo que todo el mundo busca cuando llega a Estambul: Santa Sofía y la Mezquita Azul. Posiblemente, esta plaza sea la que más contrastes alberga en todo el mundo. En el lado derecho y con su enjambre de pequeñas cúpulas, la gran Mezquita. Es única por tener seis minaretes. Frente a ella, el mayor monumento erigido por el imperio bizantino, la iglesia de Santa Sofía. Las paredes rojas de ésta última contrastan con el blanco y azul de los minaretes de la mezquita. La mirada se confunde cuando se intenta decidir a qué dirección mirar ya que es imposible saber cuál de los dos edificios es más impresionante. Cada noche, cuando Sila acaba de “trabajar” tiene que volver a casa y para ello pasa por el parque que está frente a la gran Mezquita. Ella es musulmana, pero siempre está demasiado ocupada como para entrar a rezar. Mira con tristeza los grandes minaretes y se pregunta por qué tiene que ser ella la que haga todo el trabajo. Sila no puede imaginarse los tesoros que guardan estos dos edificios. La mezquita, llamada azul por sus impresionantes azulejos de este color, es una de las mayores obras de la sociedad musulmana. En su momento, fue una de las paradas obligatorias que los fieles debían realizar cuando realizaban la peregrinación hacia la Meca. Por otro lado, Santa Sofía es una obra de ingeniería imposible de describir. Solo cuando se contempla es posible entender la inmensidad del edificio. Sus mosaicos, pocos de ellos ya que la mayoría fueron destruidos por los árabes en tiempos de Ahmed, reflejan con destellos dorados el resplandor de lo que un día fue el imperio bizantino.
Estambul es una ciudad de contrastes. Su constitución dice que es un estado laico, pero es imposible no darse cuenta de la cantidad de velos que cubren las cabezas (también en ocasiones cuerpo, boca e, incluso, manos) de las mujeres. Este extremo choca notablemente con la otra parte de la población turca que prefiere optar por el uso de faldas cortas y camisetas escotadas. Sila no tiene dinero ni para velos, ni para faldas. No le importa que unas lleven una cosa y las otras todo lo contrario. Turquía es un país que, al menos de cara a la galería, tolera bastante bien estos grandes contrastes.
La magia de Estambul te embriaga desde el primer momento. Los imanes de las mezquitas llaman a la oración cada 3 horas y el sonido de las oraciones se acaba haciendo gustoso a los oídos. Sila empieza a trabajar con la primera llamada a la oración, sobre las cinco de la mañana, y cada día se pregunta cómo sentará eso a los turistas que duermen apaciblemente en sus hoteles. Pero eso da igual, ella tiene que salir porque, a pesar de que es muy pronto, ya hay gente a esa hora en la calle.
La zona europea de Estambul se encuentra dividida de nuevo. Esta vez es otro brazo de mar el que la corta. Se forma así el Cuerno de Oro. El puente Galata es el encargado de comunicar una zona con la otra. Los pescadores se aglutinan en el puente para pescar algo cada día. Algunos días hay suerte; otros no. A los pies del puente los restaurantes de pescado fresco se pelean por conseguir el mayor número de clientes. Y luchan por espantar a la cantidad de gatos que se escabullen por las mesas intentando pescar algo de comida. Estambul otra cosa no tendrá, pero gatos muchos. Al otro lado del puente se encuentra el palacio Dolmabache. Sede del antiguo gobierno de Ataturk y, en tiempos pasados, de los sultanes. Además, gobernando la ciudad de Estambul se encuentra la torre Galata. Desde lo más alto de la torre se puede contemplar una vista panorámica de la ciudad. Desde allí, es posible entender porque Estambul se denomina “la ciudad de las mil mezquitas”. Las pequeñas torres finas de los minaretes se alzan desde cada esquina de la ciudad.
Mientras tanto, las horas corren en Estambul y los turistas no dejan de pasearse. Santa Sofía, la Mezquita Azul, el palacio Topkapi… Sila debe seguir en su puesto, sin moverse, sin comer. Eso es lo que peor lleva. La comida en Estambul es una delicia para aquellos que amen las especias. Diferentes tipos de pollo o de cordero son cocinados en los miles y miles de restaurantes. A cada cual más bueno y distinto al anterior. Sila daría lo que fuera por llevarse aunque fuera un trozo de dorüm a la boca. Pero ella no puede descansar, si la ciudad no descansa ella tampoco lo hace. Tiene el consuelo de que el domingo no tendrá que trabajar y podrá ir al Bazar de las Especias. No va a comprar nada, ningún turco compra allí. Pero le parece divertido ver cómo los turistas pagan cantidades inauditas por algo que apenas cuesta unas pocas liras.
Sila no sabe cuántos años más tendrá que estar tocando esa flauta y pidiendo en las calles. El único resquicio de felicidad que le queda es saber que, al menos, pide limosna en una de las ciudades más bonitas de mundo.