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El enigma del Castro de las Cogotas, un viaje al corazón de la Edad del Hierro

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En un rincón olvidado de la meseta castellana, a tan solo unos kilómetros de la monumental ciudad de Ávila, se alza un testigo silente de un pasado remoto: el Castro de las Cogotas. Situado en el término municipal de Cardeñosa, este asentamiento fortificado emerge como un faro de la historia vettona, un pueblo celta que dominó estas tierras mucho antes de que los romanos dejaran su huella. Con sus murallas de piedra, sus campos de piedras hincadas y una necrópolis que susurra historias de vida y muerte, este yacimiento arqueológico es mucho más que un montón de ruinas: es una cápsula del tiempo que nos transporta a la Segunda Edad del Hierro.
El Castro de las Cogotas se encuentra estratégicamente encaramado en un cerro que domina el río Adaja, un lugar donde la naturaleza y la mano del hombre se unieron para crear una fortaleza casi inexpugnable. Con una superficie de 14,5 hectáreas, este oppidum —como lo llaman los expertos— no solo impresiona por su tamaño, sino por la complejidad de sus defensas. Dos recintos amurallados lo protegen: uno superior, conocido como la acrópolis, que albergaba a las élites y sus viviendas escalonadas, y otro inferior, un espacio amplio que probablemente servía como refugio para el ganado, la verdadera riqueza de los vettones. Las murallas, con un grosor que oscila entre los 2,5 y los 11 metros, serpentean adaptándose al terreno, flanqueadas por bastiones y un ingenioso sistema de piedras hincadas que dificultaba cualquier intento de asalto.
La historia del castro comenzó a desentrañarse en 1876, cuando se mencionó por primera vez, pero no fue hasta las excavaciones de Juan Cabré, entre 1927 y 1931, que este lugar empezó a revelar sus secretos. Cabré, arqueólogo incansable, no solo exploró el poblado, sino que también puso al descubierto su necrópolis, situada a unos 200 metros al norte. Allí, más de 1.400 tumbas de incineración, organizadas en cuatro zonas diferenciadas, muestran una sociedad jerarquizada, donde las urnas de cerámica y las estelas de granito marcaban el último adiós de sus habitantes. Algunos ajuares funerarios, ricos en objetos de metal y cerámica, contrastan con otros prácticamente vacíos, dejando entrever las desigualdades de aquella comunidad.
Pero el Castro de las Cogotas no es solo un relato de fortificaciones y muerte. Aquí, la vida bullía en cada rincón. La ganadería era el pilar de su economía, como testimonian los famosos verracos, esas esculturas zoomorfas de piedra que aún hoy salpican la provincia de Ávila. Aunque también se cultivaban cereales —los molinos circulares hallados en las viviendas así lo confirman—, el pastoreo de ovejas, cabras y vacas definía su día a día. Fuera de las murallas, un alfar de más de 300 metros cuadrados producía cerámicas a torno, algunas decoradas con motivos pintados que probablemente viajaron más allá del propio asentamiento. Y no faltaban los artesanos del hueso: las cuernas de ciervo se transformaban en herramientas y adornos, mostrando una destreza que aún asombra.
El castro tuvo dos grandes momentos de esplendor. El primero, conocido como Cogotas I, se remonta al Bronce Final, entre el 1200 y el 850 a.C., cuando los habitantes vivían en un modelo más nómada, quizás trashumante. Tras un largo silencio, el lugar resurgió en la Segunda Edad del Hierro, entre el 450 y el 50 a.C., en lo que los arqueólogos llaman Cogotas II. Fue entonces cuando los vettones lo convirtieron en el bastión que hoy conocemos, hasta que la llegada de los romanos, con su imparable maquinaria de conquista, marcó su abandono.
Hoy, visitar el Castro de las Cogotas es adentrarse en un paisaje donde el tiempo parece detenido. Desde la carretera AV-804, un desvío bien señalizado lleva hasta la base del cerro, y desde allí, un corto paseo permite contemplar las vistas del embalse que lleva su nombre y respirar la quietud de un entorno salpicado de encinas y pastizales. En Cardeñosa, el Aula Arqueológica, ubicada en el ayuntamiento, ofrece una réplica del alfar y maquetas que ayudan a imaginar cómo fue la vida entre estas piedras. Sin embargo, no todo es perfecto: el abandono institucional y la falta de mantenimiento han dejado su huella, y algunos visitantes lamentan que este tesoro no reciba el cuidado que merece.
Aun así, el Castro de las Cogotas sigue siendo un lugar mágico. Sus murallas, sus verracos y sus tumbas hablan de un pueblo orgulloso y resiliente, cuya historia se niega a desvanecerse. Para los amantes de la arqueología, para las familias curiosas o para quienes simplemente buscan un rincón donde el pasado cobre vida, este castro es una parada obligada. Un pedazo de la vieja Celtiberia que, desde su cerro en Ávila, sigue desafiando al olvido.
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