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Un español en Alemania (126)

Historias de inmigrantes
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Historias de inmigrantes

Por Jose Mateos Mariscal
viernes 15 de octubre de 2021, 09:15h

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Mucha gente no conoce a inmigrantes, no conoce a nadie que no tiene documentos. Yo, Jose Mateos Mariscal, responsable de ‘Un español en Alemania’, un serial que narra la historia de amor sin fronteras de emigrantes e inmigrantes en Alemania, quiero hacer una película, pero también para enseñar a la gente la cara del inmigrante que no es el estereotipo.

A mí me sorprendió mucho, porque yo no sabía cómo de difícil fue venir a Alemania, no sabía que habían afrontado discriminación en Alemania como emigrantes. Mi historia tan romántica y tan intensa que quise contársela al mundo.

Aseguro que el trabajar en este serial me ayudó a entender mucho mejor los sacrificios de un inmigrante. La palabra 'migrante', sé lo que significa, soy emigrante en Alemania, pero después de este proyecto digo, para mí somos como superhéroes anónimos, porque vamos, arriesgamos y lo dejamos todo.

Por mi parte, quiero hacer hincapié en que en ‘Historias de inmigrantes’ también planteo cómo la migración en Alemania divide familias, que en ocasiones no pueden volver a verse nunca, porque si los indocumentados regresan a sus países de origen no podrán entrar en territorio alemán de nuevo.

Lo que yo he visto en Alemania es que no se detenían a pensar esto, en la imposibilidad de regresar, porque lo que construyen en Alemania se les esfuma de las manos si regresan a sus países de origen y no pueden volver a entrar en Alemania. Creo que es importante que una historia amable, una historia de amor entre emigrantes, que les cuente que también eso sucede. Que a pesar de ser gente trabajadora que está luchando por sus sueños, también tienen este pequeño detalle que no pueden regresar a sus paises de origen, y que los convierte en algo de lo que se ha hablado mucho, de no ser ni de aquí ni de allá, y cómo eso afecta en la vida de las personas.

Historias de inmigrantes

Josefa Fernández

Emigré a Alemania el 13 de febrero del año 1990. Durante casi todo el año anterior los problemas económicos fueron empeorando, para mi familia y para mí. Yo era, junto con mi hermana Magdalena, el sostén económico de nuestro hogar.

Soy la sexta de una familia de ocho hermanos. Vivimos toda nuestra vida en la Ciudad de Salamanca (España), aunque la mayoría de nosotros nacimos en Madrid (España). Sin embargo, crecí en Salamanca, me considero charra.

Familiarizada con los usos y costumbres de supervivencia en la ciudad de Salamanca, pertenezco a una familia de comerciantes de clase baja, para quienes la familia lo era todo y donde las cuestiones económicas siempre estuvieron supeditadas a la felicidad. Se nos educó que el amor y la familia estaban primero que los bienes materiales.

Una prueba palpable del pensamiento y filosofía de mi familia fue que mi padre emigró a Alemania durante su juventud —en los años setenta— y trabajó allí en la fabrica de telas de Remscheid - Lennep. Sin embargo, después de cumplir su contrato, regresó a Madrid, su tierra natal. De allí emigró casi inmediatamente a Salamanca para casarse y formar una familia. Contrariamente a sus hermanos y paisanos, que echaron raíces el en País Vasco (norte de España), lo atrajo más lograr la estabilidad familiar que los bienes materiales que Alemania le podía ofrecer.

Nosotros nunca pensamos en emigrar sino echar raíces en Salamanca. Mi padre nos narraba los sufrimientos a los que los emigrantes eran sujetos durante su travesía y estancia en allí. Deseaba evitarnos el dolor que él mismo sintió al llegar a una tierra donde no se hablaba el castellano y donde se vivía frío, hambre y discriminación. Reconocía las ventajas económicas de ser trabajador inmigrante en Alemania, pero estaba también sensibilizado del “precio de sangre” que se debía ofrendar a cambio.

Por todo eso, ni yo ni ninguno de mis hermanos emigramos.

Yo ya había visitado Remscheid (Alemania) en plan de negocios. Los familiares allá me recomendaban que me quedase, que aprendiera alemán, que aprovechase la facilidad que tenía –y que muchos añorarían tener– de tener una visa de turista. Pero no era buena idea quedarme a vivir en Alemania.

Mi proyecto de vida cambió drásticamente por la crisis española y sus resultados adversos para nosotras. Se acabaron las ventas en mercadillos. Nos orillaron las presiones de proveedores esperando por su pago.

Sobrevino un proceso de caída lento, casi inadmisible, casi sin darme cuenta. La posibilidad de la emigración y el abandono, primero remota e inaceptable, luego considerada como una más de las opciones y finalmente comprendida como la última vía, la solución final, emergió entonces como protagonista.

El plan que se fue dibujando era módico, nada radical, cuidadoso. La ida era temporal y el regreso seguro. Era emigrar a Alemania solamente para trabajar y enviar dinero fresco a nuestro incipiente negocio para poder esperar mejores tiempos.

La decisión final se tomó quince días antes de mi viaje. El costo del pasaje lo cubrimos con un préstamo. Sólo compramos pasaje de ida a Alemania. Mi hermana y yo estábamos sin una peseta, habíamos intentado pagar lo más que nos fue posible de las deudas acumuladas durante el tiempo que duró la crisis. Pero el dinero prestado, única opción para empresa tan pequeñita y pagando un 10% mensual de interés, duplicó al cabo de un año nuestra deuda.

Vendimos lo que pudimos y pagamos con lo que nos quedó: computadoras, mobiliario y hasta nuestros anillos y alianzas los dimos en pago. Los proveedores que nos aceptaron esperar, era por los que yo emigré, para salvar nuestro buen nombre. Conservo las fotos del día en que mi familia me acompañó al aeropuerto de Madrid. Lucíamos nuestras caras más tristes. Su tristeza rasga el papel y me invade, incluso ahora.

En el Aeropuerto Internacional en Alemania una de las pocas frases que tenía aprendidas y practicadas para cuando cruzara la aduana, me había funcionado en mis viajes de trabajo, así que la dije frente al personal del aeropuerto que me vió con simpatía y me selló el pasaporte sin problema alguno.

Pero no era cierto. Alemán, no sólo que no lo hablaba muy bien: casi no hablaba. Casi nada. Igual, como todos, crucé.

Llegué en temporada de frío, mediados de febrero, días de nieve. No la conocía, porque en Salamanca (España) no nieva. Lo más parecido a eso que había visto era el granizo que en ocasiones cae y que para los niños en Salamanca, significa fiesta de hielo.

Vino por mí Lupe, la esposa de mi primo. Había nevado todo el día, dijo, y al llegar a su casa, la nieve había cubierto la entrada al estacionamiento y la puerta de la cochera no se podía abrir. Para quitar la nieve me puse mi par de guantes y comenzamos las dos; al terminar, yo estaba exhausta y afiebrada. La alta temperatura duró toda la noche. Me cayó encima el peso del clima. Eso y un calido abrazo de Lupe fueron la bienvenida.

La poca ropa que llevaba no serviría para el frío. Estaba constantemente nublado en Alemania; al sol lo vi por primera vez en la segunda semana de abril, poco antes de mi partida a Hamburg. Mis familiares tenían miedo de que me atrapara la Migra y no me dejaron salir sola por mucho tiempo. Pero luego acompañé a mi prima a hacer las compras de comestibles y me familiaricé con las calles y el vecindario.

Al final de la primera semana me declaré lista para explorar las calles con la firme intención de encontrar trabajo. No podía perder un día más. Había llegado con setenta mil pesetas y se estaban agotando. Y mi familia en Salamanca, esperaba ya el dinero que prometí mandar. Preparé un currículo en alemán.

Caminé hasta la avenida Comercial en Hamburg y recorrí negocio por negocio dando mi currículo a quien quiso aceptármelo. Parecía broma. Bajo el viento y la lluvia, en calles grises y tristes, yo caminando con mi papelito en la mano, sonriendo a la gente y buscando empleo.

Pero era invierno. La economía iba a invernar hasta mayo. La ciudad estaba lenta. Pasaron así varios días. Caminando y buscando trabajo llegué a un negocio de venta de vidrios. Las ventas son malas durante ese tiempo de invierno, dijo allí Martha. Quizá en unos meses podría emplearme. Pero aceptó mirar mi currículo. Martha dijo que así no me consideraría nadie, debido al idioma. Le dije que no sabía alemán.

“Sin hablar el idioma tampoco vas a lograr nada. Primero ve a la escuela. Camina por esta misma calle diez minutos y encontrarás Caritas. Ahí dan clases de alemán y no te cobrarán nada”. Y así lo hice, e inicié mis estudios de alemán como Segunda lengua. Ahí mismo conocí a otros inmigrantes, españoles como yo.

Gracias a ellos me llegó el primer trabajo limpiando una librería cerca del aeropuerto de Hamburg. Empecé ganando seiscientas pesetas por hora. Como el trabajo comenzaba a las seis de la mañana, a las cinco y a oscuras corría seis kilometros para quedar en el camino de uno de mis compañeros de trabajo que tenía coche. Llegábamos antes de la empleada de la librería que nos abría las puertas.

Con ella, una señora de origen irlandés, con mi casi nulo alemán, gesticulaciones y ademanes nos entendíamos. Yo necesitaba hablar con alguien. Mis compañeros de labor hablaban español, pero no teníamos más que la limpieza del establecimiento en común. Nuestros intereses, sueños y propósitos de vida estaban a años luz de distancia. Los días transcurrían largos y en soledad.

En Hamburg los españoles somos minoría, y la mayoría de la población con la que interactuaba eran polacos y blancos anglosajones. Pero éramos muchos, mi familia de primos y sobrinos, más de cincuenta personas.

La socialización entre tu comunidad es algo vital, e indispensable cuando estás fuera de tu patria. Mis familiares allá lo sabían, por eso me acercaron a todos los que ellos conocían y aunque soy evangélica mi prima me invitó a asistir a la iglesia católica de nuestro barrio y me ayudó a conocer ahí a Guadalupe, una joven con intenciones de ser monja, que abandonó al conocer al hombre con quien vivía. Ya tenían tres hijos.

Después de la limpieza de la librería comenzaba mi segundo trabajo: en el negocio de Martha, la señora de la vidriería. Contestaba el teléfono, cortaba vidrio, colocaba mallas antimosquitos para ventanas y cristales a la medida. Ya tarde ella misma me llevaba a la escuela de alemán; las clases terminaban después de las diez de la noche.

Los viernes no había clases y pude aceptar mi tercer trabajo: mesera en un salón para fiestas. Esta vez me pidieron papeles y debí buscar de quién, de dónde conseguirlos. Su costo era más cienmil pesetas.

Rebuscando las formas de movilizarme para la supervivencia. En el salón de fiestas las propinas fluyeron en proporción a mis sonrisas. Mi familia había operado un restaurante por más de quince años en Madrid y eso me ayudó. Se celebraban allí bodas. Pero cada día que pasaba extrañaba más a mi familia, mi país, mi España, mi vida en Salamanca. Lloré durante muchas horas en lugar de dormir. Todo en silencio. Ni los que me hospedaban, ni mi familia en Salamanca debían saberlo.

El encargado de trabajo de la limpieza consiguió una mejor oportunidad y me ofreció hacerme cargo de todo el contrato. De un día para otro, mi trabajo y mis ingresos se triplicaron. Subcontraté a mi amiga Lupe y a mi prima. Treinta días después de mi llegada envié el primer dinero a mi madre, treinta mil pesetas. Esa, decidí, sería a partir de ahí la cuota mínima de envió mensual a Salamanca.

Para ese entonces estaba yo por cumplir mes y medio en Alemania. El exceso de trabajo y las temperaturas frías habían hecho estragos en mi salud. Tenía un enfriamiento severo y una tos permanente.

Mi hermano menor trabajaba por Arizona. Vivía en California con mi tía María, hermana de mi padre. Él me narraba las bondades del Oeste. El clima es muy parecido a España, decía. En California la gente hablaba español y había muchísimos españoles y latinos, tantos que parecía como si estuviera uno en España. Me propuso mudarme a California.

Un día 13 de abril de 2008 tomé el vuelo hacia el aeropuerto de Los Ángeles, dos meses después de mi llegada a Chicago, mi hermano me abrazó como nunca antes lo había hecho. Me hospedé con mi prima hermana, donde mi hermano era ya huésped, en la ciudad de Ontario.

Atrás quedaban dos meses de frío de Alemania, de lucha, pero también de mucho aprendizaje. Era como estar en la guerra, en constante zozobra, en constante movimiento. Todo era efímero y los cambios, vertiginosos. Ahora venía el turno de California. En ese entonces no sabía que me iba a quedar ahí durante muchos más años de mi vida.

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