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OPINIÓN

En la vida y la muerte

Irene Adler Spinelli | Miércoles 28 de noviembre de 2018
Se hizo tarde. Ella lo sabía, se lo habían dicho mil y una veces. Estate atenta, no seas una inconsciente. Siempre pensaba que su familia se preocupaba en exceso.

No pudo evitarlo, las luces del anochecer sobre esas montañas tenían algo que le absorbía completamente y aquello había removido algo especial en su mente.

Ya era completamente de noche, los pocos faroles que intentaban iluminar la pequeña ciudad ya estaban encendidos, creando sinuosas siluetas en sus tortuosas calles. Junto con una espesa niebla, que comenzaba a robar la ciudad, creaban un ambiente digno de una ciudad encantada, lo que hacía que su imaginación se disparase.

Fue al entrar en una pequeña calle, al lado de la catedral, cuando algo la hizo volver a su ser. Se paró en seco, esperó y lo volvió a oír. Tres golpes secos contra la pared. Pam, pam, pam. Se volvió enseguida y vio las siluetas alargadas y amenazantes de dos hombres. Pam, pam, pam. Dio media vuelta y aceleró el paso.

–Vamos, ya no queda nada para salir de aquí y llegar a casa –pensó angustiada.

Una risa le heló la sangre. Apareció una tercera figura delante de ella, cortándola el paso. No tenía salida, no había nadie para ayudarla. Su corazón palpitaba con fuerza, tenía mucho frío.

–Mira, parece que se ha perdido.

–No me he perdido, estoy llegando a casa, es tarde y me estarán buscando –dijo ella.

–No, no creo que te busquen. Ninguna familia decente dejaría a una muchacha como tú sola en la noche. A no ser que… –dijo uno de ellos mientras tocaba la mejilla a la muchacha.

Su corazón se iba a salir del pecho. Su cabeza intentaba pensar cómo huir de allí. Quería desaparecer, que se la tragase la tierra.

Uno de los hombres la empujó contra la pared de la catedral. Qué irónico –pensó ella por un momento–, el lugar sagrado donde supuestamente estaba su dios iba a convertirse en su propio infierno.

De repente sintió fuego en sus venas. Una furia que no recordaba haber sentido antes y de su garganta salió una carcajada. Una carcajada que habría hecho palidecer al mismísimo diablo.

¿De su garganta? Sí. Había salido de su cuerpo, pero aquella voz, casi gutural, no era la suya. Esa voz que ahora la susurraba en algún rincón de su mente que no se preocupara, que la diera libertad y ella la protegería.

Los hombres retrocedieron unos pasos desconcertados, mirándose entre ellos, tratando de convencerse de que ese sonido, que parecía de otro mundo, no había sido real. Uno de ellos volvió a agarrarla del brazo.

Todo se volvió rojo para ella. Fuego, solo sentía fuego y de repente… Nada.

Despertó en su cama. Pensó en la pesadilla tan extraña que había tenido porque, ¿qué si no iba a ser?

Salió de la habitación pero todo era silencio… ¿Qué pasaba? Fue al patio y allí estaba su familia comentando algo que había ocurrido. Se acercó a ellos.

–¡Ay hija! Menos mal que no te pasó nada –dijo su madre con un gran nerviosismo en la voz.

–No entiendo…

–Al parecer anoche murieron tres hombres. Los atacaron cruelmente y con saña. Tenían el rostro destrozado igual que la garganta, dicen que para que no gritaran de dolor, pero lo peor…

–¿Lo peor? –dijo la chica mientras su pulso comenzaba a acelerarse.

–Ay hija… ¡Dicen que tenían el corazón en las manos!

Palideció. No podía pensar. Tenía la imagen descrita en su retina, fija, indeleble.

–Pero… ¿Dónde? Madre… –consiguió decir.

–Aquí al lado, en la vida y la muerte.

En ese instante su corazón dejó de latir por un momento y una voz sonó con fuerza en su mente. Una voz ronca, fuerte. Una voz que ahora sí, al menos en parte, reconocía como parte de ella.

–Te dije que no te preocuparas. Yo siempre cuidare de ti. Aunque no te guste somos una, pero no las únicas.

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