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OPINIÓN

Llorarás y yo tan lejos: historias de migrantes

Un español en Alemania (106)

Jose Mateos Mariscal | Sábado 05 de junio de 2021
La incontenible diáspora española dejó tras de sí infinidad de relatos de añoranza, de deseos y de fuerza: el costado íntimo de una tragedia que aún no encuentra solución.

Francisco Fernández en su casa de Remscheid (Alemania), en febrero de 2021, tras conocerse mejoras en los requisitos migratorios retornados españoles: "Ser de Galicia te hace dar el mar por sentado: empiezas a creer que nunca va a faltar, que basta con llevarlo adentro, que eso no se va. Hasta que te toca que el mar se ponga lejos. Cuando eso pasa, volver al mar es asunto infinito y memorable".

Las líneas las escribe una de esas personas distintas que se cuelan en la secuencia infinita de nombres y palabras que pasan.

Es uno de "mis" protagonistas. Dicho de otro modo, es una de las voces que le dio sentido y carnadura a mi primer serial, ‘Un Español en Alemania’. Historias del éxodo español. Y digo "mis" protagonistas como ejercicio caprichoso. Para ser honesto a estas alturas, el serial es más de él que mío.

A Francisco lo leo en sus redes sociales -como a todos los españoles que entrevisté-, con la obstinación de pertenecer a su mundo. Una obsesión que me sobrevino en los últimos años. En el fondo, creo que es una pulsión vieja por sentirme también yo un poco gallego. Aunque no esté escrito en ningún manual de periodismo (y probablemente esté hasta contraindicado), intento seguir las vidas de estas voces del exilio como si las quisiera tener conmigo para siempre. Aun cuando ya fueron contadas. Aun cuando quizás ya deba soltarlas.

La cosa es que Francisco y Ramona, su pareja y compañera en el destino migrante, decidieron pasar el fin de año 2020 yendo a alguna playa fría de esta nueva patria Alemania. Ella, criada en A Coruña (muy cerca de la conocida playa de Santa Cristina) sabe que, como dice Francisco, "el mar es asunto serio".

"Volver al mar con ella es dejarse guiar, -escribe él-. Aprender de quien sabe, reconocer que el olor a sal que no tiene el río esconde cosas invisibles para un tipo de ciudad".

Pienso en esas líneas y en el sentido más profundo del destierro, mi objeto de estudio y acaso mi herida fundamental. Cuando entregue esta nota, ya será hora de guardar el sonido de las gaitas gallegas (que también forman ahora parte de mis fiestas). Pero este año hay algo que se resiste. Como si en esa resistencia hubiera también una declaración política: pequeña, cotidiana, pero resistencia al fin.

El extrañamiento que se produce con la migración está repleto de rebeldías. De símbolos que hasta podrían parecer absurdos o extemporáneos pero que son una afirmación de identidad, de pertenencia. Como si cada desterrado contuviera su propio mar inabarcable. Una forma incontenible que adquiere la vida cuando el dolor se impone.

Por esos giros raros que tiene la memoria y pensando en las pequeñas rebeldías del destierro, recordé por estos días a mi abuelo, cuando sonaba el teléfono en la siesta de algún domingo y se iba siempre al cuarto de la casita del barrio obrero de Solingen. Me acordé del viaje de mi abuela a Alemania y de que él jamás quiso regresar. Porque, claro, como alguna vez también me dijeron, el desterrado no necesariamente quiere regresar a su lugar, lo que quiere es viajar en el tiempo.

Escribí ‘Llorarás’ con el objetivo de darle voz a la diáspora española. Esa que con la bandera de la esperanza y sus sueños de libertad me hizo mejor, de todas las formas posibles. Pero también lo escribí, debo admitirlo, para sentirme parte de ellos. O al menos, para estar entre ellos. Para pasar tardes enteras escuchando sus historias. Para comer grelos gallegos y lacón, y tomar Reibeiro. Para escuchar una y otra vez esos relatos de superación que los convirtieron en mis héroes desconocidos.

Entendí también, sin buscarlo, las huellas que dejó en mí el destino de expatriado que, por mi padre emigrante, me llevó a vivir en Alemania. Pude hacer con sus recuerdos, un ejercicio propio de memoria emotiva y viajar a mis años de niño que devenía en adolescente en el noroeste de España. El lugar que, para algunos, era "Zamora" pero que, para mí, fue el inicio de la rumba, las chicas y las imprudencias. Con las historias de mis protagonistas, rememoré la transformación de mi cuerpo y mi alma. Un despertar distinto, en una casa lejos de casa.

Y sobre todo, en este viaje se me reveló una verdad mágica que me modificó. Y es que la condición humana, incluso cuando es empujada a dolores inefables, puede dar un salto a lo extraordinario.

Con Josefa, mi abuela, que trajo a tres generaciones de su familia a Alemania y que, luego de hacer pie y ayudar a sus compatriotas españoles, aprendí que la alegría es también un acto de irreverencia. Encontré en ella, y en muchos referentes de la diáspora, un imperativo moral puesto en la esperanza. Y todo esto se presenta siempre en un escena tan simple como humana: el pasillo de una casa donde se huele el olorcito a carne que viene de una cocina donde se preparan cocidos madrileños, un cuarto repleto de ropa para dar y la sonrisa. Sí, siempre la sonrisa recortada en ese rostro moreno que da la bienvenida.

Con los jubilados del exilio conocí uno de los costados más desoladores de la diáspora. El olvido entre los olvidados. Con Dani, de Cuba, me cuenta por teléfono “Tengo el Gorrión al punto”, ¿Quién no ha escuchado la famosa frase de “fulano anda con el gorrión”?, cuando se trata de una cubana que viaja por primera vez. Pues sí, casi ninguno escapa de ese “gorrión” primerizo que significa caer en un estado de añoranza o nostalgia por su tierra, y uno entonces se pregunta a veces, si en la mayoría de los casos el cubano que viaja mejora su vida en casi todos los sentidos, por qué esa melancolía o “morriña”, para nosotros los gallegos y los cubanos tenemos mucho en común, no solo el idioma español, especialmente la nostagia de la tierra natal. “Quiero correr y correr sin saber adónde ir”.

Con Francisca aprendí sobre ese laberinto de la política que suele quedarse sin respuestas frente a la historia de una joven, por cierto politóloga, que tiene que elegir entre mandar los remedios para el tratamiento o abrazar a su abuela por última vez. Con ella, me di cuenta de que la patria siempre te alcanza y que migrar sin querer hacerlo es algo así como divorciarte estando enamorado.

Me cuesta terminar ahora estas líneas porque tengo la misma sensación que tuve cuando terminé el último capítulo. Siento que los suelto y no quiero. Por eso ahora empiezo a fantasear un poco y, para que me salga algo mejor de lo que ensayo en mi cabeza.

Sueño con volver. Alguna vez soñé con una rumba de los Chichos, en mi casa de la ciudad en la que vivía, Zamora (España).

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