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Impunidad y banalización del mal
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Impunidad y banalización del mal

Por Jorge Molina Sanz
jueves 17 de enero de 2019, 14:01h

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Esta mañana al llegar al café vi que mis amigos ya estaban enzarzados en comentarios sobre la actualidad. Se habían parado ante una noticia sobre una violación en manada por un grupo de jóvenes de escasa edad.

Un tema delicado, indignante e importante y como siempre nuestro viejo marino tenía preguntas e interrogantes.

—Estos actos son despreciables y —aunque sea repulsivo— siempre hubo violadores y pederastas, pero parece que han proliferado y además parece una repugnante moda que esas violaciones sean grupales, en «manada» y por gente muy joven. ¿A qué atribuís que esos temas estén todos los días en los medios de comunicación? ¿Creéis que se ha incrementado el número de violaciones o a que antes se ocultaban y no estaban en la prensa?

Nos acababa de abrir unos interrogantes de muy difícil respuesta. Es cierto que, —algunas veces y en ciertas materias— el ruido amplifica un problema que los datos estadísticos no ratifican; pero en estos casos, estamos ante un hecho de muy sensible, que causa ira e impotencia a toda la sociedad, con independencia del número y de cualquier otra consideración.

No iban a quedar ahí los interrogantes:

—¿Qué está pasando en nuestra sociedad, que cambios se han producido en la forma de pensar para que se produzcan ese auge de las manadas?

Empecé desgranando ideas. Hablé de los cambios de paradigmas en la sociedad actual. Seguí con algunos valores tradicionales que han caído en desuso. Continué con la educación dentro de la familia y en sociedad. Proseguí afirmando que, en la actualidad, desde que los niños son muy pequeños conviven cotidianamente con la violencia en el cine, la televisión o los videojuegos; todos ellos, de gran violencia; matar y destruir es el objetivo, escenas muy duras que se asumen como un entretenimiento.

No me olvidé de la crueldad de algunos jóvenes, que desde edades muy tempranas asumen comportamientos violentos para mostrar lo «machitos» que son y ser aceptados por su tribu o pandilla.

Y todo eso en una sociedad, supuestamente, más civilizada.

Hasta ese momento nuestra amiga —que había estado inexplicablemente callada y pensativa— tomó la palabra para sentenciar:

—¡Hemos banalizado el mal!

Sabíamos que, en algún momento nos iba a dar su reflexión sobre un tema por el que está especialmente sensibilizada.

— Todo lo que has dicho no es menor y forma parte del problema, pero habría que añadir el «sentimiento de impunidad», ya no solo alcanza a menores ―si a esos con dieciséis o diecisiete años, con pelos en la barba y en otras «partes», se les puede llamar menores—, también a mayores que saben que la justicia es lenta, que existen muchos vericuetos y que en la cárcel también hay permisos penitenciarios y las condenas parecen largas, pero se acortan. Todo eso lleva a que hayamos banalizado el mal.

Le antepuse que, la expresión «banalización del mal», la acuño la periodista Hannah Arendt a raíz del juicio a Eichmann en Israel, pero que ese concepto levantó muchas controversias con otros pensadores y periodistas, puesto que se podría asumir que no son culpables porque no serían conscientes de la gravedad de sus actos.

—Mi querido amigo —me replicó— claro que son culpables, claro que son abominables, pero a la sensación de impunidad, a la naturalidad con que se asiste ante la violencia, también hemos banalizado el mal hasta infravalorar todo ese tipo de acciones. Socialmente se demonizan estos actos, pero en la familia, en la escuela y la calle las actitudes agresivas y violentas están asumidas. La falta de respeto a profesores, en ocasiones, son miméticas a las que ven en sus progenitores con esos educadores, en el ambulatorio con su médico, con un vecino o por una plaza de aparcamiento.

Pensaba que algo se queda en el tintero, hay algo más que no acabamos de comprender, porque eso es un trazo muy grueso para un tema tan complejo, y que —con seguridad— hay otros factores que se nos escapan para poder explicar esos casos de personas, con un comportamiento aparentemente normal, pero que por dentro esconden un monstruo capaz de hacer esas cosas.

Después de estas reflexiones y comentarios, nuestro viejo marino, afirmando con la cabeza, con el rostro serio, compungido nos dijo:

—En lo que no puedo estar de acuerdo es en ese apelativo que desde los medios de comunicación se ha extendido a la sociedad y es denominarlos como «manada». Manada no los define bien, habría que llamarlos «piara»; por lo que realmente son, además de unos delincuentes, unos cerdos.

En ese momento solo pudimos asentir, sentir pena y preguntarnos qué se podría hacer para que este tipo de cosas se erradiquen. Qué cambios se deberían introducir en la educación y en la sociedad para que se acaben esos comportamientos. Qué cambios son necesarios para retomar a una sociedad más respetuosa y con ciertos valores que parecen hemos abandonado.

Miramos al mar, apuramos el café, nos levantamos y pensamos que aquí, en la aldea, desconocemos tantas cosas que nos faltan muchas respuestas.

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